A finales de 1996, vi a uno de los más destacados teorizadores sobre las
subastas ilustrar —de pasada—
este punto en un seminario
sobre la aplicación de la teoría de los juegos a aquéllas. Como parte de su disertación, Paul Klemperer le quitó sus carteras a dos miembros de la audiencia, contó el dinero que contenía cada una de ellas y luego se ofreció a vender esa (desconocida) suma de dinero a cualquiera de las dos víctimas que ofreciera la suma más alta,vamos, en principio
un negocio rentable para todos. Los dos miembros de la audiencia, puestos en semejante apuro, no pudieron determinar cuál sería la mejor estrategia para pujar en esa subasta.
La dificultad que se les presentaba a las dos víctimas —y que es un desafío para los licitadores de la mayoría de las
subastas, incluida la de los espectros radioeléctricos— es que ninguna de ellas conocía el valor del objeto por el cual pujaban. Claro está que conocían parte de ese valor, pues sabían cuánto dinero tenían en su
propia cartera, se desconocían el contenido de la cartera del otro. En una subasta por el espectro radioeléctrico, el problema es similar: cada licitador posee sus propias predicciones y sus propios planes tecnológicos, pero, a la vez., sabe que es probable que otros licitadores tengan visiones diferentes,la estrategia óptima sería sacar ventaja de cualquier información que fuera revelada por las ofertas de los otros participantes en la subasta, pero no es sencillo conseguirlo. (En el juego de la cartera, una solución para cada jugador es continuar pujando hasta alcanzar el doble de la suma que tiene la cartera propia. El jugador cuya cartera tenga más dinero ganaría, sin pagar, en ningún caso, menos de la suma. Pillando más agresivamente se arriesgan a pagar demasiado.)
La incapacidad de los dos atónitos «voluntarios» para determina) cómo realizar la puja en esa subasta fue más sorprendente porque se tiataba de Ken Binmore y Tilman Bórgers, ambos expertos en la teo ría de los juegos de las
subastas. Klemperer, Binmore y Bórgers estaban a punto de convertirse en miembros del equipo de académicos que diseñó el mecanismo para la distribución de las licencias en el Reino l luido de los servicios de telefonía móvil de «tercera generación» (3G).
Dicho equipo tenía dos serias dificultades con las cuales debía lidiar. La primera era evitar ser manipulados por los licitadores tram posos, como les había sucedido a las autoridades de Estados Unidos.
En segundo lugar, incluso si no pudieran encontrar de inmediato la mejor estrategia para cada una de las
subastas, ¿por qué iban a supo ner que un grupo de empresarios actuaría como predecía la teoría de los juegos? Y si se comportaban de un modo impredecible, ¿quién sabría lo que podría suceder?
John Maynard Keynes, el economista más influyente del siglo XX, anhe laba que llegara el día en que los economistas ya no fueran superteó- i icos, sino, «más bien, dentistas», a quienes se les consulta para que solu cionen los problemas cotidianos y que den sencillos consejos. La economía no ha llegado a ese punto todavía, y todo economista que quiera ser sólo la mitad de útil que un dentista debe atemperar las teo rías económicas con fuertes dosis de las duras lecciones de la vida real: los jugadores hacen trampa, los licitadores cometen errores, las apariencias importan. Las
subastas, al igual que el póquer y el ajedrez, 110 siempre se desarrollan del modo previsto por los teóricos.
El Gobierno de Nueva Zelanda, que subastó el espectro radioeléctrico ya en el año 1990 y que recibió el asesoramiento de algunos eco nomistas que parecían comprender muy poco la realidad, aprendió esas lecciones a base de cometer errores. Las subastas se realizaron sin veri ficar que hubiera algún interés en ellas por parte de los licitadores, sin precios mínimos y por medio de una rareza teórica llamada «subasta Vickrey» que los puso en una situación bastante bochornosa. (Este tipo de subasta se llama así en honor a su inventor, William Vickrey, gana dor del Premio Nobel, quien realizó los primeros avances importantes en la aplicación de la teoría de los juegos a las subastas.)

La subasta Vickrey es a sobre cerrado y al «segundo precio». «A sobre cerrado» significa que cada licitador escribe una sola oferta y la deposita en un sobre cerrado. Cuando se abren los sobres, quien haya realizado la puja más alta gana. «Al segundo precio» constituye la curio sa regla por la cual el ganador no paga la suma que ofreció, sino el montante de la segunda puja más alta. El elegante razonamiento que se esconde detrás de este tipo de subasta es que ningún licitador cuen ta ya con un incentivo para recortar su puja e intentar tener una ganancia mayor, pues presentar una puja menor afectaría a la posibilidad que tienen de ganar la subasta, pero no al precio final del objeto subasta do. A un teórico este razonamiento no le resulta extraño en absoluto: después de todo, en una subasta tradicional en Sotheby’s o Christie’s el precio también es determinado por la segunda puja más alta, ya que la subasta se detiene cuando el licitador que realiza la segun da puja más alta se retira. Tanto para la prensa como para muchos otros, esta subasta Vickrey parecía una verdadera locura. El problema con este tipo de subastas no es de fondo, sino de forma: en una subas ta convencional nunca rfadie descubre cuál es el precio máximo que el licitador que realiza la puja más alta está dispuesto a pagar, pero en la subasta Vickrey ese dato se hace público. Con toda razón, los neozelandeses querían saber por qué un licitador que había ofrecido por una licencia 100.000 dólares neozelandeses (aproximadamente
72.0 dólares estadounidenses) sólo debía pagar 6 dólares neozelandcses (un poco más de 4 dólares estadounidenses) o por qué razón quien había ofrecido 7 millones de dólares neozelandeses (poco más de 5 millones de dólares estadounidenses) sólo desembolsó 5.000 dóla res neozelandeses (aproximadamente 3.600 dólares estadounidenses), estas cifras eran vergonzosas.
Los teóricos sabían que, en promedio, las subastas Vickrey lograban recaudar casi tanto dinero como cual quier otra subasta, porque al no exigir que se pagara la puja más alta, incitaban a los licitadores a ofrecer cantidades mayores. Sin embargo, .a la prensa y al público en general no les importó lo que sabían los economistas: la cruel realidad es que las subastas Vickrey fueron consideradas como un gran fracaso del Gobierno neozelandés.
La teoría de los juegos puede ayudar a predecir algunos problemas, como la estafa habida en la subasta en Estados Unidos. Los otros problemas, como el de la reacción del público neozelandés, sencillamente aparecen en el análisis teórico. Los economistas que aspi ran a la odontología deben ser minuciosos en su forma de pensar y aprender de sus errores: los nuevos problemas seguirán descubriéndose a base de cometerlos.